VATICANO - Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones 2013. n. 87, que se celebra este año el domingo 20 de octubre.
Queridos hermanos y hermanas:
Este año
celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año de la
fe, ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro
camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva,
quisiera proponer algunas reflexiones.
1. La fe es
un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y
amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma
vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena,
más bella. Dios nos ama. Pero la fe necesita ser acogida, es decir, necesita
nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de
vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se
reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo el
mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de
la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que
debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos
convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del
Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante
que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara
de la madurez de una comunidad eclesial» . Toda comunidad es "adulta",
cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y
proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para
llevarla también a las "periferia", especialmente a aquellas que aún no
han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel
personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los
demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las
personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio
Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia
renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos
y las naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios
geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes,
precisamente porque los "confines" de la fe no sólo atraviesan
lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El
Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la
tarea de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de
todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades,
sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible,
a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» . Por
tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado
por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta los confines de la tierra» , no como un aspecto secundario de
la vida cristiana, sino como un aspecto esencial: todos somos enviados por los
senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos, profesando y dando
testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos en anunciadores de su
Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes, a los consejos presbiterales
y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a
la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que
el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de
"dar testimonio de Cristo ante las naciones", ante todos los pueblos.
La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la vida cristiana,
sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los aspectos de la
vida cristiana.
3. A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino
dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la
esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de
nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que
llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo
VI usa palabras iluminadoras: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la
conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad
evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con
absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un
homenaje a esta libertad» . Siempre debemos tener el valor y la alegría de
proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su
Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la
salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los
confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y se propone
es la violencia, la mentira, el error. Es urgente hacer que resplandezca en
nuestro tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y
esto desde el interior mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva, es
importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se
puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado,
individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribía que
«cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más
apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un
sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia»; no actúa
«por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión
con la misión de la Iglesia y en su nombre» . Y esto da fuerza a la misión y
hace sentir a cada misionero y evangelizador que nunca está solo, que forma
parte de un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la movilidad generalizada y la facilidad de comunicación a
través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos,
el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se
trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales,
así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de
personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales,
conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de
forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las
regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la
fe, indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por
tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan
de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una "nueva
evangelización". A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la
humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que
vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la
economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino
también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la
animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan
inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En esta
situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro parece
estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con
valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de
esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su
misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es
capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El
hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que
sólo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de
nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza
misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina
el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito una vez más– no es
una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad
de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven
la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia
de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha
dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
5. Quisiera animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo, y
estoy agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros
fidei donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos –cada vez más
numerosos– que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al
Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me
gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando
generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se encuentran en
dificultad –no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad–
llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que renueva la
vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato
de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» es una riqueza
para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y donar
misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad
a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser
generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas,
las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de
futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las
iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para
fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención debe estar también presente
entre las iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una
Región: es importante que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con
generosidad a las que sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a los
misioneros y a las misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los
laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son
destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las que
proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje
misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había
abierto la puerta de la fe a los gentiles» . Ellos pueden llegar a ser un
camino hacia una especie de "restitución" de la fe, llevando la
frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua
cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe en un
intercambio que enriquece mutuamente en el camino de seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus
hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso
de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y
profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya
sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el
Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades
cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo. Por
último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se
encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el
derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas,
testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos–
que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución
actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio
de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las
personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e
intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he
vencido al mundo» .
Benedicto XVI exhortaba: « ‘Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea
glorificada’ : que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con
Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la
garantía de un amor auténtico y duradero» . Este es mi deseo para la Jornada
Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y
misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de
la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los
rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros,
experimentaremos "la dulce y confortadora alegría de evangelizar" .
Vaticano, 19 de mayo de 2013, Solemnidad de Pentecostés
FRANCISCO
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